La esperanza de las familias católicas inmigrantes

Uno de los momentos más enriquecedores en mi rutina diaria después de llegar del trabajo o de algún viaje es sentarme con mi esposa a mirar a nuestros hijos jugar.

Su energía y creatividad son extraordinarios. Su sonrisa contagiosa. ¡Ellos hacen que todo sea una gran aventura! A medida que juegan y hablan, mi mente con frecuencia se pierde en los mundos imaginarios que ellos describen, mundos repletos de posibilidad.

De un momento a otro me hallo en un estado de contemplación. Su apertura a la posibilidad y a la esperanza me invitan a reflexionar qué tanto estas realidades son parte de mi propia vida. El estar con ellos es una invitación a ser católico en el sentido de encontrar la gracia de Dios en todo instante.

El momento usualmente llega a su fin cuando uno de ellos comienza a llorar por algo o cuando se forma una querella por un juguete o cuando hay desacuerdo en cuanto a quién gana el juego. ¡Sí, mis hijos también riñen! Después de todo, es parte de la vida de los hermanos. Pero aquel momento inicial valió la pena. La vida sigue con su ritmo.

Muchas familias católicas en los Estados Unidos experimentamos estos momentos diariamente. Es muy posible que muchos de nosotros los disfrutemos gracias a la relativa estabilidad social, económica y mental en la que vivimos. Desafortunadamente, millones de familias católicas inmigrantes no pueden hacerlo.

Se me desgarra el corazón cuando leo o escucho que un número inmenso de familias católicas en los Estados Unidos son afectadas negativamente por normas migratorias intolerantes, las cuales conducen a la separación familiar y llevan a muchos a vivir en un estado constante de temor.

La incapacidad de pasar alternativas legislativas para ayudar a los jóvenes beneficiados por el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia y la suspensión del Status de Protección Temporal para decenas de miles de personas que han vivido en este país legalmente la mayor parte de sus vidas son realmente preocupantes. Estadísticamente, la mayoría de estas personas son católicas.

Cómo ignorar el gran número de deportaciones masivas de padres de familia católicos dejando atrás a sus hijos nacidos en este país al igual que a sus esposas y esposos en un estado de vulnerabilidad.

Todas estas situaciones y la separación sistémica de niños católicos de sus padres en la frontera entre los Estados Unidos y México nos ofrecen un teatro de horror que exige que actuemos como católicos.

Uso intencionalmente la palabra “católico” al nombrar cada uno de los grupos anteriores. La mayoría de los inmigrantes afectados por estas circunstancias, documentados e indocumentados, son hispanos y católicos. Estas realidades nos tocan directamente como católicos. Son nuestras realidades.

La aplicación inmisericorde de la ley en nuestra sociedad nos impide dar la bienvenida y extender compasión a mujeres y hombres de todas las edades que buscan una vida mejor. Como católicos no podemos simplemente ir con la corriente. Recordemos nuestras raíces inmigrantes.

Los obispos católicos de los Estados Unidos han hablado abiertamente sobre la urgencia de abogar por normas migratorias que sean mejores y más humanas, especialmente normas que no separen familias. Esto implica también una aplicación que sea mejor y más humana de las normas actuales.

Conversando con un obispo en California, me decía que los obispos con frecuencia se sienten solos en cuanto a esta tarea. Muchos católicos parecen estar poco interesados en estos asuntos; demasiados de hecho se oponen a sus obispos al tocar el tema migratorio. Mientras más lejos de la frontera se encuentran los católicos, menos importancia le dan a este tema tan importante.

¿Cómo podemos aspirar a construir el catolicismo en los Estados Unidos en el siglo 21 ignorando el clamor y las penurias de millones de nuestras propias familias católicas? Ser católico es vivir en favor de la familia. Aprovechemos este momento, demostremos nuestra solidaridad y aboguemos en favor de nuestras familias católicas inmigrantes.

Los momentos que disfruto con mi familia son maravillosos. La esperanza se puede casi tocar en el calor del hogar, con las risas y la imaginación impetuosa de los pequeños. Mi gran deseo es que los millones de familias católicas inmigrantes que todavía no pueden disfrutar esos momentos -- la mayoría de ellas familias hispanas -- también lo puedan hacer. Espero que éste sea también el deseo de quien lee esta columna.

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