La prisión es mi segunda oportunidad

Un prisionero colombiano cuenta su vida desde una cárcel en Hong Kong

Durante este tiempo que estoy asignado a Hong Kong como miembro del Consejo General de los Misioneros Columbanos, he querido seguir conectándome, en lo que puedo, con los que sufren y viven en los márgenes oscuros y olvidados de nuestra sociedad. Así trato de llevar alivio a extranjeros que se encuentran en las prisiones de Hong Kong. Allí conocí a Juan Manuel y le pedí que compartiera su experiencia con los lectores de nuestra revista Misión Columbana.

P. Pat.- Juan Manuel, ¿Cómo fue tu infancia y tu vida en Colombia?

Juan Manuel.- No es fácil para mí contar sobre mi vida… aunque todos tenemos una historia, un pasado; la mía -  me da miedo recordar, o me duele contarla… Nací y me crie en el campo junto a mi papá, mi mamá, y mis otros cinco hermanos. Vivíamos en una finca cafetera, rodeada de vegetación, naturaleza y vecinos, que eran familiares, amigos y conocidos. Viví allí hasta que cumplí los 7 años de edad y recuerdo que  para ir a la escuela, tenía que caminar por lo menos 2 horas todas las mañanas. Muchas veces llegaba tarde, otras tantas, me quedaba en el camino jugando hasta que empecé a perder el año y mi papá se dio cuenta y por la primera y única vez en mi vida, me pegó. También, debo decir que a partir de ese momento, ¡me volví un buen estudiante! Desde entonces, siempre traté de dar lo mejor de mí en cuanto a estudios se refiere.

En general, esos años en la finca fueron normales; no teníamos lujos, pero tampoco faltaba amor, cariño o respeto. Sin embargo, todo eso cambió cuando la violencia llegó a nuestra región. Yo tenía 7 años cuando estalló la Guerra de los “Esmeralderos” contra las mafias del “Mexicano”. Nosotros vivíamos cerca del rio que separaba dos departamentos y servía de frontera tanto territorial como de influencia en ambos bandos. A mis 7 años, empecé a ser testigo de los estragos de la violencia; familias enteras eran asesinadas por el simple hecho de estar en ‘territorio enemigo’. Unas noches venían los Esmeralderos y masacraban a la gente del  territorio del “Mexicano”, y la siguiente noche iban los del Mexicano y hacían lo mismo en la tierra de los otros. Así era noche tras noche hasta que mi mamá, temerosa de que nos sucediera algo, empezó a dormir con nosotros en un matorral, mientras mi papá obstinado dormía en la casa. Con el pasar de los días, la situación se volvió más violenta, y vecinos y familiares empezaron a ser víctimas y a nosotros, no nos quedó otro recurso más que ser desplazados, y vivir en un mundo desconocido y lleno de incertidumbres.

Nos fuimos a Bogotá donde vivimos 2 años y 11 meses de miseria, hasta que uno de mis hermanos se perdió, y después de dos días de búsqueda intensa,  lo encontramos. Un hermano de mi mamá ofreció ayudarnos y nos fuimos a vivir en una región distante, selvática, con la esperanza de tener paz y tranquilidad. Así lo hicimos y llegamos a la serranía, donde se encuentran las minas de oro. Mis padres trabajaron arrendando mulas y nosotros estudiando de nuevo.

En Colombia hay mucha violencia y la región donde llegamos no era ajena a ella. Las peleas eran generalmente producto de borracheras, y como no existía ni policía, ni juez, todo se arreglaba por “la ley del monte”, o “la ley del talión”, y la guerrilla era la encargada de implementar la “justicia”.

Poco a poco, y con trabajo duro, mis padres lograron construir una casita y empezamos a tener ciertas comodidades. Yo terminé mis estudios primarios y ante la falta de Colegio Secundario, me enviaron a estudiar en el Seminario Menor Juan Pablo II, donde permanecí internado por 3 años, hasta que lo cerraron, porque los guerrilleros cada vez que atacaban las estaciones de policía, nos cogían a los estudiantes y profesores de rehenes, o se atrincheraban en la iglesia. La experiencia en el seminario fue muy buena para mí. El primer año fue duro, el segundo me fui acostumbrando a la disciplina y me sentí atraído a la vocación religiosa; al tercero ya quería ser sacerdote, y creo que si no hubieran cerrado el seminario, ¡quizás hoy estuviese de párroco, y no en una prisión!

P. Pat.- ¿Cómo es que conociste y te envolviste con la mafia?

Juan Manuel.- Mis padres se separaron, y entonces yo me negué a “ser repartido” y a vivir con alguno de ellos. Terminé mi bachillerato en la ciudad de Bucaramanga y califiqué para ingresar en la Universidad, pero no pude hacerlo por falta de recursos económicos. Trabajé entonces como recepcionista en un hotel y allí conocí gente de la mafia que me ofreció dinero para costear mis estudios universitarios. Así me deje influenciar por ellos, y terminé metido en un laberinto sin salida.

No puedo comentar mucho sobre esta experiencia; solo puedo decir que fui golpeado y pagué un precio muy elevado por ser ambicioso, y apartarme de las enseñanzas recibidas en el seminario. Una cosa es contar mi tragedia y que los demás la entiendan intelectualmente; otra muy distinta es experimentarla en la carne propia, y sentir que se deshonra el alma. Desperté sentimientos oscuros, escondidos, que nunca me imaginé que existieran. Mucha gente puede vivir siendo prisionera en el cuerpo, y sintiéndose libre de conciencia. Yo en cambio, era libre de cuerpo pero me volví prisionero de mi propia conciencia. Empecé a vivir en un mundo lleno de odios y no volví a sonreír. Cuando me preguntaron si quería venir a Hong Kong, no lo dude un segundo. Esta era mi oportunidad de ganar mucho dinero, quería ‘vengarme de todo’. Pero Dios es grande y tenía otros planes para mí y llegué a Hong Kong pero para terminar en la cárcel.

P. Pat.- ¿Cómo es tu vida diaria en la prisión?

Juan Manuel.- En general, el sistema carcelario aquí en Hong Kong nos trata humanamente. La comida no es mala, pero podría ser peor, mucha gente en el mundo se levanta y se acuesta con estómagos vacíos, nosotros al menos tenemos algo para comer. También, tenemos derecho a una hora de deporte diaria (si no llueve), trabajamos de lunes a sábado y en promedio, podemos ganar unos 17 dólares a la semana, que podemos utilizar para comprar nuestros útiles de aseo personal, o golosinas y galletas. Tenemos derecho de escribir o recibir cartas todos los días, llamar a nuestras familias cada 2 meses (pero solamente por 10 minutos – esta regla todos la consideramos bastante inhumana).

Una de las partes positivas del encierro, son las visitas de personas que como Usted vienen a vernos y a darnos apoyo y guía espiritual. Su amor, y dedicación hacia nosotros nos brindan esperanza y nos inspiran a seguir adelante. Además, nos ayudan y facilitan la comunicación con nuestras familias. Debido a nuestra situación y dificultad de comunicación, esto es algo que valoramos y apreciamos de todo corazón; y yo sé que nuestras familias siempre bendicen y dan gracias a Dios por los misioneros Columbanos.

P. Pat.- ¿Qué has aprendido acerca de ti mismo y de Dios al estar en este lugar?

Juan Manuel.- He aprendido a quererme y valorarme más como persona, y a respetar y apreciar a todos aquellos que siempre han estado conmigo, en las buenas y en las malas. Mi familia y Dios siempre han estado conmigo, ayudándome, tendiéndome la mano, mostrándome el camino, dándome oportunidades, diciéndome lo equivocado que estaba. Dios quiso que encerrado en una prisión, en un país lejano, apartado de mi familia, encontrase una segunda oportunidad, como el Hijo Pródigo. No importan las adversidades, los problemas, las desgracias, siempre existe una luz, una salida, una esperanza para ser libre de verdad. Estoy preso de cuerpo, sí, pero con cada día que pasa, me convenzo que el simple hecho de seguir con vida ya constituye un paso hacia la libertad. Había caído en la trampa de la codicia y de la ambición del dinero, pero Dios me ha hecho entender que si no me hubiera puesto en este lugar, hoy en día ya estaría muerto, es duro decirlo, pero es la verdad.

P. Pat.- ¿Tienes algún mensaje que dar a los lectores de Misión Columbana?

Juan Manuel.- Sé que mi historia irá en una revista y página web que llegará a muchos lugares. Quiero compartir con ustedes, amigos que la han leído, lo que he aprendido con mucho dolor. Todos caemos, pero todos también podemos levantarnos… el camino del dinero fácil y de la violencia sólo lleva a la perdición. Y si alguna vez se sienten desesperados, en el borde del precipicio, y sin esperanza, así me sentí yo al saber que estaría preso por mucho tiempo. ¡Por supuesto! Mi situación es muy difícil, lo perdí casi todo, incluyendo mi reputación. Pero mi familia ha seguido a mi lado. Y a pesar de los problemas del encierro, aun siento que he ganado, porque Dios me ha dado una segunda oportunidad, no solo para conmigo mismo, sino para restituirme ante la sociedad. Quiero ser una mejor persona y aprender de mis errores. Por eso no importa que tan mala sean sus situaciones. Denle gracias a Dios por lo que son, por lo que tienen, y pídanle que les guie por su camino. Él no abandona y entréguense a Dios en cuerpo y alma. ¡Dios bendiga a todos los lectores de Misión Columbana!”

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