Ángeles con VIH

El año pasado en Myitkyina, Birmania, conocí a un Lázaro, un joven con SIDA, que fue echado de su casa y abandonado por todos, y que vivía en una pequeña cabaña cercana. Nadie hablaba con él. Nadie lo visitaba. Su hermano le dejaba un plato de comida al día pero sin decirle nada.

Cuando lo vi, no pude pensar más que en Lázaro ante la puerta, la aguda parábola que que Jesús les dijo a los Fariseos en el evangelio de San Lucas (Lc. 16, 20). Habló de un hombre pobre acostado a la puerta de un hombre rico, cubierto con llagas que los perros lamían.

Supe que su nombre era Du Hkawng. Era un hombre de estatura baja alrededor de los treinta años, soltero y perteneciente a una familia bien acomodada. Estuvo tomando medicamentos por un tiempo pero decidió hacerlo sin ayuda de ellos y poco a poco su sistema inmune se vino abajo. Incapaz de caminar o ponerse de pie, permanece acostado día con día sobre una pieza de lona, sucio, incontinente, oliendo mal. Fue en este miserable estado en que lo encontré, a este pobre Lázaro de los tiempos modernos.

Traté de hablar con su familia, que es católica, pero fue inútil. Su anciana madre, su tío, sus cuñados, ninguno quería tener nada que ver con él. El miedo al VIH era parte de ellos y temían contraerlo. Su hijo, su hermano, era una persona sin importancia en la familia y nada les haría cambiar de parecer.

Tenemos casi 70 personas, jóvenes y ancianos con VIH en nuestro Centro de Esperanza, el hogar que edificamos dos años atrás. Pude haberlo llevado hasta ahí pero se encontraba muy débil. Así que, con ayuda de Lucy, la maravillosa mujer que trabaja conmigo, lo bañamos, lo arropamos y le proporcionamos bebida nutritiva. Su cuerpo demacrado se veía terrible y lo más que pudimos hacer es que se sintiera cómodo; este hombre, que al igual que Cristo mismo, fue olvidado por todos.

Al regresar al Centro de Esperanza, les conté a algunos de los residentes acerca de Du Hkawng. Ellos sabían lo que significaba ser aislado; también  sintieron el dolor de ser rechazados en la sociedad; de sufrir el estigma de ser portadores del SIDA. Pero ahora, gracias a los medicamentos y al buen cuidado se encontraban de pie y caminando. Esa noche, algunos de los hombres vinieron a verme y me dijeron, "Hermana, si usted puede llevarnos visitaremos a Du Hkawng y cuidaremos de él." Y a partir de ahí, cada día iban dos de ellos a asear y alimentar a Du Hkawng con alimentos fáciles de digerir. Le hablaban y le cantaban. Los días que yo no podía asistir ellos lo hacían por sí mismos. Me conmovió profundamente su amor y bondad. Desde su propia pobreza dieron todo de sí mismos, ministrando al "menor de los hermanos".

DU Hkwang murió poco tiempo después en su choza. Jamás pronunció palabra alguna en las semanas que lo conocimos. Estoy segura que, al igual que Lázaro, fue llevado por los ángeles hacia el seno de Abraham (Lc. 16, 22). Creo que en estas últimas semanas, conoció ángeles en forma de hombres quienes lo cuidaron y lo hicieron sentirse como un hermano. En mi corazón los llamé "ángeles" y le agradecí a Dios por la bendición que ellos fueron, no sólo para Du Hkawng, sino para todos nosotros. 

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