La gente que viene a las puertas de los EE.UU., representadas aquí por los cuatro puentes que cruzan el Río Bravo (llamado también el Río Grande) entre la Ciudad de Juárez en México y la hermana Ciudad de El Paso en el estado de Texas, han viajado por miles de kilómetros desde los estados sureños de México, como Guerrero, y desde Honduras, Guatemala y El Salvador, países destrozados por la violencia y la corrupción.
Últimamente, las fuerzas fronterizas del gobierno de los EE.UU. han establecido una nueva táctica para bajar el número de personas que buscan el asilo de la violencia en sus propios países. Antes de acercarse a las oficinas de control fronterizo, dos oficiales uniformados de la CBP (“Customs and Border Protection”, una de las fuerzas policiales del Departamento de la Seguridad de la Patria) preguntan a las familias si tienen documentos para presentar. Si explican que su intención es pedir asilo, entonces los guardias les niegan la entrada, y explican que no hay lugares para acogerlos durante el proceso de pedir asilo en el lado estadounidense.
“Sería inhumano de nosotros,” insisten, “permitirles avanzar en tales condiciones de poco espacio.”
El fundador de Casa Anunciación, Rubén García, respondió recientemente a esta declaración, “¿Acaso el dormir en las calles de Ciudad Juárez es menos inhumano? Esta gente lleva varios días pidiendo entrar aquí, en distintas horas del día han llegado para pedir asilo, después de viajar por distancias increíbles.”
Don Rubén, otros 20 activistas por los derechos humanos, Monseñor Arturo Bañuelas y yo acompañamos a unos peticionarios hace unos días en su diálogo con estos uniformados, principalmente para observar el momento de rechazo, como testigos de la gran injusticia que representa, pero también conversamos con los policías para mostrarles su complicidad en una acción violenta e ilegal.
Todos los países del mundo son obligados por la moral y por la ley internacional a acoger a los que huyen la violencia, y los EE. UU. también tiene una ley propia obligando a la policía fronteriza a recibir a los refugiados cuando manifiestan su condición de miedo extremo. Está práctica de rechazar la entrada física de los que buscan asilo constituye un acto contra la ley, en todo sentido. Evidentemente, estas autoridades esperan agobiar a los peticionarios, para que busquen otro recurso, en lugar de entrar en los EE. UU.
Peor aún, el gobierno norteamericano busca castigar a los que llegan en tales condiciones a los puentes imponentes de El Paso y de cualquier otro “punto de entrada” en la frontera entre México y los EE. UU. Desea “mandar” un mensaje a otras personas de los mismos países de origen de los que llegan, al separar a los padres de los niños y niñas en el momento de procesarlos. Este nivel de sufrimiento, que ciertamente dejará un trauma en las vidas de los niños—y, sin duda, en sus genitores, también—convencerá a los que piensan viajar por el mismo camino, desde los mismos países, a desistir de sus planes. Esa es la lógica, y la justificación, de la actual administración del gobierno estadounidense por esta práctica bárbara, calificada como “inmoral” por los obispos católicos de los EE. UU.
En el puente, acompañamos en esa mañana soleada a seis personas, todas de Guatemala: una mujer con su hijo de cinco años, otra con su hijo de seis años, y dos hermanos menores de edad, no acompañados por ningún adulto. Durante la marcha de todo el grupo con los activistas, el clero y una nube de periodistas por el arco sobre el río, otras seis personas del estado de Guerrero en México también aparecieron y quiso también pedir asilo con nosotros, deseo que fue acogido.
Los dos oficiales en la cima del puente, donde un letrero de bronce indicaba el lugar oficial de la frontera internacional, recibió al grupo con gran nerviosismo, y pidió por radio la presencia de sus autoridades máximas en el lugar. Pasaron diez minutos, y éstas aparecieron, intentando convencernos que debemos regresar a México, dado que no hubo cupo para los peticionarios de asilo en el lado norteamericano del puente.
Los muchos periodistas impedían a veces el pase de otros transeúntes, sin duda en camino a sus quehaceres habituales en los EE.UU. Muchos juarenses estudian, trabajan y van de compras en El Paso diariamente. Chocaba a todos nosotros ver como a muchas personas se les permite entrar sin problema en el país, pero a los que tenían razones mucho más urgentes para entrar, cuyas vidas estaban en peligro, se les negaba escapar de la violencia. Los oficiales llamaban a los periodistas repetidamente a dejar espacio a las visitas habituales.
Finalmente, el oficial de más alto rango, quien conversó primero con las personas buscando asilo, y después con Don Rubén, consultó a sus colegas en las oficinas de control, sintiendo la presión de tantos testigos y reporteros, y el público curioso, y finalmente anunció: “Ya hay espacio. Pueden pasarse cinco personas.” Rápidamente modificó su anuncio cuando percató que había seis personas en el primer grupo, y permitió a los seis a pasar por el puente hacia las oficinas gubernamentales de control fronterizo. Abrazos y agradecimientos florecieron desde los peticionarios hacia sus acompañantes, y Monseñor Arturo le dio a cada uno una bendición, cruzando sus dedos sobre las frentes. Llevaron pocas pertenencias, y desaparecieron de la vista, visiblemente aliviados.
El otro grupo de peticionarios tenía que esperar más tiempo, y todo el grupo decidió esperar en el parte asombrado del lado mexicano del puente. Al final, tuvieron que volver a México, donde fueron acogidos por un albergue de la Iglesia católica, y decidieron volver en otro horario de día la próxima vez. Era el sexto intento de pedir asilo. Son de un estado mexicano notoriamente violento, donde tomaron lugar muchos incidentes violentos, incluyendo el conocido caso de los 43 estudiantes universitarios de Ayotzinapa, quienes se desparecieron en 2014, después de sus detenciones por fuerzas militares y policiales.
Los seguidores de Jesús, que incluye hoy a todos los creyentes bautizados, encontramos dificultades en los tiempos actuales, llenos de crueldad de parte de las autoridades de varias naciones, porque sabemos que Dios nos llama a tratar a las personas en una manera que los poderosos rechazan. Son tiempos en los cuales nos encontramos en oposición a los violentos y racistas, por el hecho de ser cristianos.
Sin embargo, también creemos en la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado, liberándonos de todo miedo e inseguridad, y enviándonos al mundo con una sola misión: proclamar esta Buena Nueva con una manera nueva de vivir, que anuncia la venida del Reino de Dios con gestos y palabras nuestros. Por algo nos envió a su Espíritu, para animarnos y fortalecernos para el largo camino de ser testigos de la fe, y oponer a tales prácticas de odio. A la vez, proponemos una manera solidaria de vivir, para que ningún guatemalteco, hondureño ni salvadoreño se sienta solo o abandonado en su lucha por la sobrevivencia, la seguridad y el trato digno. Esto es lo que significa el amar a Dios y amar al prójimo hoy en día. Esto es lo que podemos vivir a diario, en los puentes que permiten unir a la familia humana, pasando encima de los ríos de prejuicio, división y deseos de separar niños de sus padres.
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