La edición de este mes de la Misión Columbana se arma libremente en torno al tema de la vida familiar. A juzgar por las cartas y solicitudes de oración que llegan a nuestra oficina misional, un tema que preocupa a muchas personas es la de que algunos miembros familiares, generalmente los jóvenes, no asisten a misa regularmente.
Mi primer recuerdo de asistir a misa no es feliz. Creo que tenía unos cuatro años y no podía acomodarme y quedarme callado. Mis padres probablemente pensaban que me habían vestido adecuadamente para la iglesia. Estoy seguro pensaban que me veían elegante o adorable o ambos en pequeño traje de lana a cuadros café con crema. Lo que no se dieron cuenta es de que la tela de lana raspaba y me mantenía en un estado de irritación que trataba de superar de la peor manera retorciéndome. Y eso empeoraba las cosas.
A veces cuando viajo en domingo, disfruto deslizándome en una banca y simplemente asistiendo a una misa parroquial. Sería bueno para nosotros los clérigos experimentar la liturgia desde el otro lado del altar. De vez en cuando el drama en las bancas frente a mí es una distracción. Por ejemplo, me distraeré con un adolescente que, a pesar de que él/ella está asistiendo a misa, con su lenguaje corporal puede proclamar, “Aquí estoy, pero no quiero estar.”
Es probable que la resistencia en el tema de la asistencia a la iglesia produzca exactamente un tipo de duelo de voluntades de los padres que sienten que su autoridad ha sido cuestionada. “No quiero ir a misa” es seguro que produzca un “Alístate, vas a ir” en respuesta. Y puede conducir a una serie de batallas ganadas pero perdiendo la guerra.
La queja de que la misa es aburrida no es para argumentar sobre la base de su valor de entretenimiento. Pero eso no es lo importante de la misa.
Tal vez un mejor punto de partida para los padres cuyos adolescentes y niños adultos han dejado de ir a la iglesia sería compartir sus propias experiencias profundamente personales de lo que la participación en la misa ha significado para ellos. La fe en Dios y su Hijo Jesús no está destinada a ser guardada para uno mismo, sino compartida con los demás. Esto es cierto especialmente en el contexto de nuestro más cercanos y queridos.
Lo que se comparte no tiene por qué ser algo teológicamente profundo, pero sí tiene que ser honesto. Tal vez uno o ambos padres podrían compartir acerca de los momentos en que realmente se sintieron cerca de Dios o que Dios se sintió cerca de ellos mientras estaban en la iglesia. Por otro lado, podrían hablar de cómo asistir a la iglesia semana tras semana simplemente les da la oportunidad de desacelerar y despejar la cabeza. Compartir honestamente es una manera de cumplir el mandamiento que se encuentra en 1 Pedro 3. "Siempre esté listo para dar una explicación a cualquiera que le pida una razón para su esperanza, pero hágalo con dulzura y reverencia ..."
Con suerte, los padres y abuelos pueden ayudar a sus hijos a apreciar estas experiencias o las de otras personas conocidas por ellos que les ayudaron a vincularse con Dios y con la comunidad de creyentes.
Después de todo, todos estamos buscando a Dios que nunca se da por vencido de nosotros. Yo animaría a los padres a compartir su propia búsqueda de la historia de Dios y cómo el don de la fe ha hecho una diferencia en sus vidas.
Y, oh sí, ¡no hagas que los niños pequeños usen lana rasposa!
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