En el año 2000, después de graduarme de la Unión Teológica Católica de Chicago con mi Maestría en Divinidad (diplomado teológico para el sacerdocio), prometí que iba a ser el final de mis estudios formales. Mientras crecía, era un estudiante por encima del promedio y no me disgustaba estudiar. Sin embargo, en los años para obtener mi licenciatura y luego la maestría, deseaba estar libre de plazos, papeles y calificaciones. Consideraba que había hecho lo suficiente para alcanzar lo que deseaba, la ordenación sacerdotal.
Años después, adquirí una Maestría de Arte en Dirección Espiritual del Colegio de Boston. Fue en preparación para el trabajo de formación con los seminaristas Columbanos. Y, recientemente, a la solicitud de mi superior, completé una Maestría en Ciencias en Administración de la Iglesia de la Universidad Villanova. Ciertamente, este no era mi plan. Sin embargo, he valorado estos estudios no por una posición o más títulos, sino enfocado en el servicio que iba a dar a mi congregación y a la iglesia.
Este cambio en mi motivación de educación como objetivo personal a un servicio a los demás me lo enseño una mujer pobre y humilde sin estudios formales. En Chile, empecé a desarrollar una serie de seminarios titulados “La Espiritualidad de Jesús” que tenía como objetivo proveer estudios teológicos y bíblicos sobre la vida de Jesús. El objetivo era hacerlo accesible a aquellos que no tenían ni tiempo ni dinero para alcanzar una educación superior. Cuando ofrecí inicialmente los talleres, presentaba unas diapositivas exponiendo un tema. Después, daba unas preguntas para reflexión para grupos pequeños que después comentaría en el grupo grande. Sin embargo, un día una catequista cuestionó mi metodología. Dijo: “Padre, lo que presenta es muy interesante, pero es muy enfadoso escucharle por más de una hora. ¿Por qué no nos da el material para leerlo en pequeños grupos y después usted comenta sobre nuestras respuestas y guía lo que se comparta?” Al principio, me sentí un poco ofendido de que alguien me criticara como maestro. Después de todo, ¿no era acaso yo el que tenía formación formal? Por un par de días reflexioné sobre lo que dijo sintiéndome ofendido por sus comentarios. Eventualmente, me di cuenta de que ella tenía más perspicacia que yo. Guiado por su sabio consejo, regresé a los talleres con una nueva táctica.
Les pedí a las personas que leyeran el material en grupos pequeños (hice un pequeño folleto), discutiendo las preguntas y presentando sus reflexiones de una forma creativa si lo deseaban, como en una pequeña parodia o con dibujos. Cambió completamente la dinámica de los talleres y provocó un mayor entusiasmo en el aprendizaje. Les entregué lo que formalmente había aprendido a otros. En respuesta, ellos me dieron su sabiduría. Educación es un proceso extraño, somos simultáneamente maestros y estudiantes. La educación al servicio de los demás es la clave. No estudiamos para nosotros mismos, estudiamos para que todos sean elevados.
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