La historia que aquí les comparto pasó hace un par de años, antes de comenzar la misa de Navidad en una capilla de la zona sur de la arquidiócesis de Santiago, Chile. Llegó una familia con sus hijos, uno de los niños traía un oso de peluche y al saludarlos a la entrada de la iglesia, decidí pedirle prestado el oso al niño para saludar a su oso de peluche también.
El niño, con una mirada y una acción clara, fuerte y determinada, me dio a entender, que no compartiría a su amigo conmigo. Porque este amigo oso era alguien muy especial para él, era su amigo, compañía de día y de noche. Es decir, su mirada me dijo; que no compartiría con un extraño su gran tesoro y amistad que tenía con su oso de peluche. Frente a tan férrea defensa de la amistad, los invite a todos a seguir camino a la misa.
A la hora fijada por la comunidad comencé la misa de Navidad. Cuando llegó el momento de la paz, este niño se me acerca y me entrega su oso. Me comparte su amigo para que también reciba la paz. Ahora que ya habíamos celebrado gran parte de la misa, él me consideraba alguien cercano que podía valorar todo su cariño por su oso.
Por supuesto tomé el oso y le di el signo de la paz de igual manera que se lo di al niño y aproveché el momento para agradecerle el tremendo regalo que me había compartido en la fiesta de la Navidad. Este niño me había compartido lo más sagrado que tenía, me había llenado de un sentimiento de alegría y gozo, porque ya no era un extraño, sino un conocido, capaz de recibir a su propio amigo. Debo reconocer que mis ojos se llenaron de lágrimas de alegría.
Así también los misioneros, cada vez que nos encontramos con otro, nos acercamos y en la experiencia de la amistad, vamos compartiendo lo más sagrado que tenemos, el evangelio de Jesucristo. No solo eso, también compartimos la vida del que nos salvó, haciéndonos como ese niño, capaces de mostrar el rostro amoroso de Dios, en el encuentro entre Dios y la persona. Y lograr vivir esto hace que los ojos se llenen de gozo.
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