La vida era ordinaria en la remota campiña de Irlanda donde yo crecí en los años de 1970. Después de clases y durante los fines de semana, mis dos hermanos, cinco hermanas y yo, ayudábamos a nuestros padres en la pequeña granja en que vivíamos.
Con el trabajo de todos lográbamos satisfacer nuestras necesidades diarias. Mis padres sentían que Dios nos acompañaba siempre, así que cuando todo iba bien le daban gracias y cuando las cosas iban mal pedían su ayuda.
Yo disfrutaba muchos aspectos de mi vida pero también deseaba viajar y explorar el mundo. Sin embargo, mi contacto con el resto del mundo era muy limitado ya que mi familia, al igual que muchas otras, no tenía ni teléfono ni automóvil. La radio, un periódico semanal y algunas revistas religiosas eran mi único puente con el mundo más allá de mi parroquia.
Fue a través de las historias de los misioneros en esas revistas que una tarde me di cuenta cuál sería mi futuro. Deseaba una aventura en un lugar lejano y a la vez ayudar a gente necesitada y servir a Dios. Quería ser misionero.
Durante los años siguientes asistí al colegio y trabajé pero nunca olvidé mi sueño, así que cuando tenía veinticinco años entré al seminario columbano. Desde entonces he viajado y convivido con gente de muchos países: los Estados Unidos, México, Perú, Chile, Japón, Corea, las Filipinas y Fiji. He trabajado con ellas para hacer realidad el Reino de Dios.
Hoy, treinta y cinco años después, aún aprecio grandemente el momento en que Dios abrió mis ojos a las necesidades de mis hermanos y me invitó a compartir su amor por ellos en una aventura que ha durado toda una vida.
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