Cuando era adolescente, buscaba cualquier material de lectura que encontraba en casa: los periódicos que mi padre disfrutaba; libros que mi hermano mayor y hermanas consideraban buenos; Y revistas religiosas que mi madre leía al final de sus días ocupados. Estos materiales expandieron los horizontes de mi mundo y me invitaron a explorar el extraño pero fascinante mundo de adultos.
Las historias sobre misioneros en tierras lejanas que ocasionalmente leí en las revistas religiosas eran fascinantes. Despertaron en mí una sensación de asombro y aventura. Cualesquiera que fuesen las circunstancias, los misioneros en todas partes parecían enfrentar con valentía y emoción los retos que se les presentaban. Su forma de vida tenía gran atractivo para mi juvenil sentido de heroísmo, y me encontré deseando seguir sus pasos. Además, aparte de la aventura, tendría innumerables oportunidades para cambiar el mundo y hacerlo mejor. Desde mi punto de vista adolescente, no había nubes en el horizonte de mi futuro.
Sin embargo, al llegar a una edad adulta me encontré preguntándome hasta qué punto debo permitir que Dios fuera parte de mi futuro. ¿Seria que solamente busqué Su aprobación para lo que ya había decidido y planeado para mi vida? ¿O acaso mi vida se convertiría en una mayor aventura si me entrego al sueño que El tiene para mí? Por cierto, cuanto más experimentaba la complejidad del mundo, menos seguro me sentía acerca de mis posibilidades de cambiar el mundo. Hasta entonces me había contentado con permitir que Dios fuera un pasajero de asiento delantero en mi vida, pero en ese momento parecía que Él estaba pidiendo permiso para estar en el asiento del conductor!
Me llevó varios años llegar a la decisión de entrar en el camino que condujo a ser sacerdote misionero Columbano. Sin embargo, me sorprendio que ese gran paso, en lugar de aliviar mis luchas con Dios, las intensificó.
Confrontado con varias decisiones a lo largo del camino hacia el sacerdocio, tuve que elegir una y otra vez entre la autosuficiencia y el aprender a apoyarme en Dios.
Treinta años después, Dios continúa invitándome a dejar mis propios planes para cumplir Su sueño para el mundo. Poco a poco voy entendiendo lo que dice la Escritura: “¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo!” (Hebreos 10,31). Mi vocación como misionero sigue siendo una aventura, un misterioso viaje no sólo a los confines de la tierra, sino también a lo más profundo de mi corazón donde el Espíritu de Dios continúa llamándome a dejar todo y seguir a Cristo.
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